R. O. Covey, Mesajero ala Blanca, 29 de abril de 1967
PARECE QUE SE NECESITA MUCHA GRACIA para que alguien diga, “lo siento, sé que me equivoqué. ¿Me perdonas por favor? Nosotros no vemos ni escuchamos mucho de esto en los últimos años. Sabemos que la gente sigue cometiendo errores. La gente todavía se hace daño unos a otros. Sería maravilloso que pudiéramos decir que son menos los que piden perdón porque son muy pocos los que hacen daño a los demás, sería genial si pudiéramos saber que se está haciendo menos restitución porque menos personas hacen cosas por las que hacer restitución. Pero la evidencia lo prohíbe.
CUANDO DOS PERSONAS TIENEN DIFERENCIAS, y cada una sostiene que la otra debería ser la que pida perdón, ambas deben orar con mucho fervor. Dios moverá a las personas a hacer lo correcto si oran. Compare los dos versículos siguientes:
“Por tanto, si trajeres tu presente al altar, y allí te acordares de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu presente delante del altar, y vete, vuelve primero en amistad con tu hermano, y entonces ven y ofrece tu presente” (Mt. 5:23, 24).
“Y cuando estuviereis orando, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que vuestro Padre que está en los cielos os perdone también á vosotros vuestras ofensas” (Mr. 11:25).
“…si… tu hermano tiene algo contra ti…”
“…si tenéis algo contra alguno…”
Por supuesto, el hombre natural no ve las cosas de esta manera. Puede guardar rencor durante años, y su adversario puede resistir con la misma fuerza. Pero cuando dos personas que han nacido de nuevo, o que están santificados y llenos del Espíritu Santo, sus acciones no son consistentes con su testimonio si cualquiera de ellos permite que una diferencia o un desacuerdo los mantenga en enemistad. El Espíritu de Dios simplemente no funciona de esa manera, y si permiten que exista tal condición, están contristando al Espíritu Santo.
A ALGUNAS PERSONAS les cuesta bastante “tragarse su orgullo.” A ellos no les gusta “perder el honor.” En un esfuerzo por parecer correctos a los ojos de otros que conocen sus diferencias, mantendrán sus argumentos el mayor tiempo posible, tal vez tratando de alinear una compañía de simpatizantes de su lado. Esto es algo así como tratar de apagar un fuego con gasolina. Salomón escribió: “el carbón para brasas, y la leña para el fuego: Y el hombre rencilloso para encender contienda.”
“Contender” significa sostener que algo es verdadero, lo que no significa, necesariamente, que sea verdadero. Una vez más Salomón dice, “Todos los caminos del hombre son limpios en su opinión: Mas Jehová pesa los espíritus” (Pr. 16:2).
CUANDO TODO ESTÁ DICHO Y HECHO, ¿no es mejor “quedar mal” que perder un alma? ¿No es mejor renunciar a una contienda egoísta que hacer que el Señor pese el espíritu que usamos y nos encuentre deficientes? El espíritu con el que una persona lucha por su propio camino es a veces peor que las cosas por las que lucha. Es mejor sufrir mal que sufrir por estar equivocado.
Algunos pueden decir ahora, “Puedo aguantar tanto como él pueda; si él no quiere hablarme, no le hablo. Soy tan bueno como él.” Pensándolo bien, eso no sería tan bueno si afirmamos que la otra persona está equivocada.
HAY OTRA FORMA de falta de perdón, la clase en la que aparentemente todo parece estar bien, pero el rencor personal está ahí, sin perdón. ¿Se puede corregir un error sólo con el tiempo? Alguien ha dicho: “El tiempo todo lo cura”. Pero el tiempo no pedirá perdón ni hará restitución; los individuos deben hacerlo ellos mismos. A primera vista, puede parecer correcto que las personas enemistadas “terminen” sus diferencias y finalmente actúen entre sí como si nada hubiera pasado. Pero, en el fondo, ambas partes se respetarían mucho más si admitieran la locura de la falta de perdón para poder continuar sin preguntarse qué siente él hacia mí”.
¿Quién no se ha preguntado alguna vez quiénes serán aquellos que se presentarán ante el Señor, profesando conocerlo, habiendo hecho muchas obras maravillosas en Su nombre, solo para ser rechazados como desconocidos por Él? Podemos decir que son los hipócritas, o los herejes, o los moralistas. Y todos estos pueden ser incluidos. Pero ¿por qué no incluir también a aquellos que han albergado la falta de perdón en sus pechos hasta que ya no sientan la necesidad de corregir sus errores? ¿Por qué no incluir a aquellos que han lastimado y aplastado a otro sin pensar en decir, “lo siento, por favor, perdóname”? De nada servirá pararse a la puerta y tocar y pedir entrada si el registro no está claro de ante mano.
¿Hay alguna diferencia en esforzarse por ser salvo por buenas obras que tratar de ser perdonado por buenas obras? A menudo vemos a personas que viven en pecado, adulterio, fornicación, inmundicia de la carne, que tratan de justificarse a sí mismos permaneciendo en su condición pecaminosa siendo generoso a la Iglesia, o siendo buenos vecinos. Nos apresuramos a decir que se están engañando a sí mismos. Y lo están. Pero ¿qué está haciendo la persona que se niega a reconocer su mal, o a sufrir un mal, que entra y trabaja más duro para la Iglesia que cualquier otra persona, con la esperanza de que Dios acepte el servicio a cambio de restitución? En ambos casos sus corazones les dicen que Dios no es engañado ni burlado. Pero poco a poco el enemigo de sus almas los convence de que “el Señor entiende”. ¡Cuan cierto! Sin embargo, ¡qué engañoso!
El Hijo Prodigo no ha sido el único que ha tenido que tragarse su orgullo y volver a casa confesando, “He pecado y ya no soy digno”. ¡La única diferencia es que FINALMENTE VOLVIÓ EN SÍ ANTES DE QUE FUERA DEMASIADO TARDE! ¡Algunos siguen comiendo algarrobas con los cerdos!